miércoles, julio 26, 2006

 

En busca del escritor perdido

por Pilar Jiménez

Los padres no son como fueron
sino como los recordamos
.
—Virginia Woolf


Federico Campbell (autor asimismo de La invención del poder, Post scriptum triste, La memoria de Sciascia y de La clave Morse, que acaba de aparecer en la editorial Alfaguara) habla frente a su computadora (una iMac grafito), en su pequeño estudio (un tanto desordenado) que bien podría ser una buhardilla parisina sobre el café de La Selva, en un tercer piso de su casa en la colonia Condesa:
—¿Qué obra narrativa le ha atraído más en estos días?
—Una novela sobre la forma en que un hijo descifra la relación con sus padres desde que era niño: París, de Marcos Girart Torrente, que ganó el premio Anagrama de Barcelona. Casi no tiene diálogos y reconstruye a través de la memoria al personaje de su padre, un hombre ausente y estafador. Me interesé en esta temática porque tiene que ver con una pequeña novela que acabo de terminar: La clave Morse (Alfaguara, México, 2001), la historia de un telegrafista, es decir, de mi padre. Se trata de una reinvención de los padres según (aunque no se les honre según el mandamiento de la ley de Dios) los perciben sus hijos. Más que sobre el desvanecimiento del telégrafo, desplazado por las nuevas teconologías, su tema es el de la reminiscencia: una hazaña de la memoria por parte de una de las hermanas protagonistas, que tiene recuerdos casi prenatales, mientras otros personajes, como un jefe mayo del sur de Sonora, reciben señales del más allá o tienen (como la otra hermana) alucinaciones auditivas parecidas a las del código Morse. Este asunto, el del padre infeliz, ha sido muy tratado en la literatura: por Ricardo Garibay, Philip Roth. John Irwin, Bruno Schulz, Sam Shepard, Paul Auster, Raymond Carver, James Ellroy, Albert Cohen, Ingmar Bergman, y Peter Handke desde su primer libro.

La invención de los padres

—¿Es un tema muy recorrido por autores clásicos?
—Supongo que sí. En alguna novela de Turgueniev o en Pedro Páramo, por ejemplo.
—¿Hay una mirada distinta en su caso y en los autores que cita, contemporáneos suyos?
—Sí. Necesariamente. Por el tono personal y la manera en que la memoria inventa y se entreteje en cada autor. En mi caso, en La clave Morse (una novela corta: no pasa de 64 páginas, a long short story, como decía Henry James) tal vez algo distintivo sea el tono descarnado del lenguaje, un tanto brutal y frío. El yo-narrador-me-confieso-a-Dios habla de sus padres en términos un poco crudos, sin sentimentalismos, y sin mucha intención de hacer literatura, como es el caso de El primer hombre, de Albert Camus (toda proporción guardada). Camus decía que su texto no debía parecer elaboración literaria. Digamos que su pretensión era presentarlo en greña: no hacer literatura. La memoria no reproduce: deforma e inventa. Desde el punto de vista neurofisiológico, la memoria viene siendo algo así como la secreción de la bilis, la digestión o la fotosíntesis. Sólo se puede entender en términos biológicos. Basta contar un hecho para transformarlo. Para algunos lectores este punto de vista puede ser perturbador, pues no se ve bien hablar de los padres de esa manera (así sea una novela telegráfica por su cadencia), como lo hago yo en La clave Morse. No es que no haya amor ni reconciliación; al contrario, el contexto es el proceso de aceptación y ternura que se va acumulando a lo largo de la vida, al hacer el recuento y al vislumbrar qué parte de cada uno de nuestros padres nos constituye. De hecho, la madre es la creadora de nuestro inconsciente y la que nos enseña las primeras palabras. Ambos padres son los creadores de nuestro inconsciente, la otra voz. No otra cosa quiere decir Lacan cuando afirma que el inconsciente es el discurso del otro. Sí, pero ese otro son los padres jóvenes. Los padres que uno vio y sintió cuando era niño. Porque en el fondo se está hablando del padre y de la madre del lector. Es como en la Carta al padre, de Kafka. En realidad Kafka no se llevaba tan mal con su padre. Lo que hace es más bien un juego literario, una insinuación de la literatura. El peligro en este tipo de textos es el de una caída: en el sentimentalismo, la cursilería o en algo peor, el patetistmo. Hacer de la figura del padre alcohólico un personaje demasiado patético puede volverlo todo muy ridículo y aproximarlo a la autocompasión del autor, que es uno de los sentimientos menos dignos y más obscenos que puede haber.
—¿Qué otros libros está usted leyendo?
—Estoy revisado los primeros libros de Jorge Volpi y de Ignacio Padilla, pues por sus novelas premiadas en Europa me ha intrigado cómo dieron los primeros pasos. El libro de Volpi sobre Jorge Cuesta, A pesar del oscuro silencio, es estremecedor. Y aún no he terminado La catedral de los ahogados, de Ignacio Padilla, que me está gustando mucho. Los dos son escritores muy originales y competentes. Qué bueno que esta energía creativa la estén aprovechando desde tan temprana edad y en contra del prejuicio de que la novela es un arte de viejos: un tipo de obra que no se puede escribir antes de los cuarenta años. Sus éxitos son algo bueno para todos los escritores mexicanos. A todos nos conviene. No necesitamos la legitimación literaria del cártel de Barcelona ni la bendición que para algunos otorga Europa (la aceptación de París, el reconocimiento en Milán, Frankfurt o en Madrid, el visto bueno de las agentes literarias y las grandes figuras europeas de la literatura), pero de todos modos está muy bien eso de los premios. Daño no hacen: promueven la lectura e individualizan a ciertos autores en un mar de millones de libros y en un océano de escritores que se creen únicos.
—Otra lectura...
Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, el autor que vive en El Paso y ha hecho la trilogía que empieza con Unos caballos muy lindos. Me interesa muchísimo porque sus paisajes son como los del norte de Sonora, la región del Altar, El Sáric, El Sásabe, Santa Gertrudis, Tubutama, o las pinturas de Georgia O’Keeffe que evocan las planicies de Nuevo Mexico. Es una novela de frontera.
—Otras literaturas...
—Me interesa mucho el boom hindú, como Un buen partido, de Virkam Satha, y Sutra del río, de Gita Mehta. En sus novelas siempre hay ríos que van a dar a la mar. Los hindúes de ahora son como los latinoamericanos de los años 60, pero estos hindúes ejercen en inglés no sólo desde la India, sino desde otros países, como Inglaterra y Canadá, o desde Trinidad Tobago y la isla de Jamaica. Desde países periféricos, exmiembros de los imperios. La nueva literatura en inglés se está dando desde la periferia, por autores ingleses nacidos de padres japoneses, hindúes, o pakistanís. También la novela francesa: muchos de sus autores vienen de las excolonias.

La muerte como experiencia

—¿Por qué se interesó tanto en Leonardo Sciascia?
—Hace ya muchos años que no escribo sobre Sciascia, desde 1989. Ya estoy en otra película. Siempre lo releo pero por un cierto pudor no lo cito, porque he tenido que tachar de mi vocabulario escrito dos palabras: Sciascia y poder. Se me ha relacionado demasiado con ellas y me da pena. Hace poco di en Oaxaca una conferencia sobre Sciascia. No me preparé. Me encomendé a mi memoria y me puse a hablar pensando, junto con el público. Quise ver cuál había sido el saldo, qué me había dejado Sciascia después de doce años. Y lo que salió fue: una obsesión por el problema de la verdad y la imposibilidad de conocerla, una sensación de que el último refugio de la verdad está en la literatura, un deseo por ir más allá de la verdad jurídica, que casi siempre es una verdad “técnica”, arreglada, sucia. (Como se ha visto en las invenciones criminológicas del caso Colosio y en la impunidad que se le concede a la delincuencia financiera.) Los libros de Sciascia que más me siguen gustando son El contexto y La desaparición de Majorana. Su proyecto era hacer de la muerte una experiencia narrativa, como Tolstoi. La muerte como experiencia: un’esperienza narrabile. Pero, claro, no había leído Pedro Páramo.
—¿Qué autores le interesaron cuando era muy joven?
—Uno tiene, a lo largo de su vida, varios enamoramientos literarios. Mi primera fijación amorosa fue Jean-Paul Sartre, que ahora cumple veinte años de muerto. Fue el autor que más me importó cuando yo andaba en los diecinueve años. Me leí La edad de la razón completa en un viaje de México a Tijuana en un autobús Tres Estrellas de Oro. De una sentada de 48 horas. Ese viaje lo he hecho más de 50 veces, por carretera. El primer ensayo que escribí en mi vida fue sobre Gabriel Marcel y J. P. Sartre. Lo publiqué en una revista de Hermosillo, Impulso, que hacía Pepe Carreño en 1959, a los diecinueve años. Luego sucedió que una vez mi mamá se encontró esa revista en un autobús Norte de Sonora y se enteró de que a mí me daba por escribir. (No sé si por eso, antes de morir en 1968, me regaló una olivetti portátil, que todavía tengo en un ropero.) Más tarde me interesé mucho por F. Scott Fitzgerald y Cesare Pavese. No hablaba de otra cosa, como loco, al grado de que mis amigos me llamaban la atención. Y luego, claro, ya cuarentón, dí el sciasciazo: me fui hasta Sicilia para conocer al profesor de Racalmuto. Y todo lo que me ha sucedido después, a partir de Sciascia, han sido cosas buenas y felices. Me dejó encargado con sus amigos sicilianos de Milán (Ferdinando Scianna, Matteo Collura, Franco Sciardelli).
—¿Qué autores que hablan sobre el poder vale la pena recordar?
—El mío, La invención del poder, es un recuento de esos libros, y por supuesto, ni de lejos, tiene la densidad y la sabiduría de Masa y poder, de Elías Canetti, o el ensayo de Eduardo Nicol sobre la voluntad de poder y los textos de Eugenio Trías sobre el poder pasión. Ése sí es un pensamiento agudo y penetrante sobre el poder. Los análisis más sistematizados y filosóficos y más referidos a lo político son, obviamente, los de Norberto Bobbio. La percepción de Sciascia es que el poder resulta a la postre más imaginativo, inventivo, fantasioso, que la literatura misma. Pero su invención es perversa.

La ficción de la memoria

—¿Por qué nació la idea de escribir La clave Morse?
—Porque con los años empecé a darme cuenta de cada hijo se inventa a sus padres, según su memoria, sus necesidades imaginativas, y sus fantasía —dice Federico Campbell—. La memoria es ficción. Para tratar de entender cuál fue mi relación con los míos. Y por el sentimentalismo de la máquina de escribir (mi madre me regaló una olivetti antes de fallecer) que ya se ha vuelto, junto con el telégrafo, un instrumento desechado. Y también para entrever cuál es la diferencia entre un lenguaje literario demasiado consciente frente a un lenguaje natural, sencillo (desde la más pura oralidad), sin conciencia literaria, de las otras personas, como el de las hermanas y el jefe mayo que también cuenta su llegada al valle del Mayo.
—Me imagino que también hubo lecturas psicoanalíticas o filosóficas en los años previos a La clave Morse. Si fue así, ¿qué autores, qué libros?
—Psicoanalíticas, no. Para nada. Sí leí lo más a la mano de Freud en una edad en la que, al menos en mi época, uno sentía cierta curiosidad por el psicoanálisis o una necesidad personal, por problemas de ansiedad, miedo, tristeza. Aunque a mí la sesión psicoanálitica se me convertía en una especie de análisis de personajes, de crítica literaria, como si la vida fuera un teatro monumental en el que todos estábamos enharinados, es decir, con la cara llena de harina, según decía Shakespeare para aludir al maquillaje o la máscara. Más tarde he llegado a comprender que muchas de las ideas de Freud ya estaban en el budismo: la prudencia de evitar el sufrimiento innecesario, puesto que los males reales, las enfermedades y la muerte, ineluctablemente vendrán tarde o temprano. Están en el programa. También la percepción de que casi todo es creación de la mente y que proyectamos en los demás nuestros rencores y nuestros deseos. En Freud y en el budismo se aspira a tener cierta objetividad con las cosas que suceden afuera de uno. Y lo ideal sería no engañarnos con nuestra subjetividad. La realidad es como es. Por otra parte, leí La invención de la memoria, de Israel Rosenfield, un neurofisiólogo que tiene la elegancia de dar crédito a las percepciones literarias de los escritores, Proust, Beckett y Hobbes. Lo que en este momento más me interesa es el funcionamiento de la memoria en el proceso de la creación literaria.
—¿Qué importancia tuvieron Juan Rulfo y Leonardo
Sciascia al escribir La clave Morse?
—En cierto modo han sido mis padres literarios. Uno
se inventa al padre cuando fue escaso o ya no lo
tiene. Yo fui en busca de un padre tierno y ético en
Sicilia. Luego Rulfo se me perdió en el silencio de Insurgentes Sur como Fernando Jordán en la Baja California. Tanto Sciascia como Rulfo tienen un estilo telegráfico. Habitan un campo lacónico de la literatura. Decir lo más con el mínimo de palabras.
—¿Por qué La clave Morse resultó una novela tan corta; el tema exigía la brevedad y el género?
—Porque es un telegrama que mando al más allá. No daba para más. El tamaño Borges (125 páginas) me pareció el adecuado. Y, además, porque es posible que yo no tenga una gran inventiva literaria. Soy corto de imaginación. Creo, por otra parte, en la brevedad de Raymond Carver.
—¿Qué importancia tiene la figura femenina en esta
novela del padre, que, imagino, de alguna manera está
en la madre y las hermanas?
—En los hechos, en la realidad “objetiva”, mi madre fue la que me ayudó a escapar de casa, que era un infierno. Me llevó a Mexicali para que tomara el tren a Benjamín Hill y a Hermosillo. Ya no volví a casa. Me abrió la jaula y me puse a volar, como montado en un pajarraco (o en un pegaso). Ella me pagó los estudios en Hermosillo y en la UNAM. Mi papá, no. Pero era muy tierno en sus cartas. Y era un hombre muy ético. Así que mi madre es Navojoa y mi padre, Magdalena. Soy bajacalifornianosonorense. ¿Por qué no podría ser biestatal? Me concibieron en Navojoa y me parieron en Tijuana. Las voces femeninas fueron las que me rodearon en la primera fase: me dieron un sentido de la vida, una composición de lugar. Y todavía las oigo. El libro es una reconciliación post mortem: con mi madre y con mi jefe. Si todavía vivieran seríamos grandes amigos. No los extraño, pero de algún modo me constituyen. Soy ellos.
—¿En esa búsqueda que pienso fue La clave Morse qué
encontró de usted mismo, qué revelaciones tuvo?
—Me di cuenta que en el fondo sólo soy y siempre he
sido un telegrafista y nada más. Mi incursión en el periodismo:
en la sala de redacción de la revista en que trabajaba veía las mismas máquinas de escribir
que en lo telégrafos. Los ceniceros repletos. Los
compañeros alcohólicos. Los escritorios de metal. El
jefe, los compañeros telegrafistasperiodistas.
Mandábamos mensajes. Éramos periodistas en espera de
la clave Morse que nos dijera quiénes éramos y de qué
servía el periodismo. Una noche llegó el telegrama: no sirve más que para ser un transmisor, un organizador de frases e ideas ajenas, al servicio de la comunidad y del poder, desde la ingenuidad propia de los ciudadanos que no imaginan lo que hacen quienes están verdaderamente en la esfera fantástica del poder y del crimen. Un trabajo de escritores sin el narcisismo de la autoría. También fantaseaba que la redacción del Proceso de Scherer era una base de cazas militares en el golfo de California y que librábamos una batalla aérea con nuestras máquinas de escribir que eran como metralletas voladoras y como nuestros aeroplanos (que sonaban como saxofones, según decía Faulkner): spitfires, messerchmidts, zeros, vultees, mustangs, tigersharks, en una isla como la de Trampa 22 (de John Hersey) en el Mediterráneo. El comandante en jefe Scherer andaba solo en un B29 y se comunicaba a la base con nosotros a través de la clave Morse. Había reporteros muy valientes (como Paco Ortiz Pinchetti, Galarza, Reveles, Marín, Elías Chávez) que arriesgaban su vida. Me encantó combatir con ellos. No ganamos ni perdimos. Quedamos empatados con la vida, que es una gran lucha. Y conocimos el país desde el cielo y en las batallas terrestres.
—¿Qué relación hay entre las palabras padre y muerte?
—Ninguna —concluye Campbell—, hasta donde alcanzo a discernir. La que pone las palabras es la madre, porque las mujeres tienen la misión de enseñar a hablar a los hijos. Hay una femineidad en las palabras, como las que se aprenden de la amante (en otras lenguas, por ejemplo). La mejor elaboración sobre el padre y la muerte está en Juan Rulfo, en Pedro Páramo. Los muertos están entre nosotros y la locura se apodera de quienes no lo entienden. La muerte del padre es una cosa. Otra el tema del padre alcohólico (como en Raymond Carver y Sam Shepard). Y otra más, la muerte del padre asesinado. Entre los hijos de padre asesinado se da una extraña identificación. Rulfo nunca se resignó a la muerte de su padre. Lo único que quería en esta vida era escribir un libro sobre la muerte de su padre. Cuando lo publicó, ya no tuvo necesidad de escribir nada más.

En busca del escritor perdido

En Transpeninsular la imagen de la península de Italia es muy tenue y sólo se yuxtapone a la de Baja California en los territorios de la memoria. Sólo en el recuerdo del personaje narrador, un periodista retirado y melancólico, se funden la experiencia de un pasado feliz (un trauma a contrario sensu) y un presente de regreso a casa, en la madurez, teñido por la soledad y la nada.
La novela de Federico Campbell (Tijuana, 1941) ganó a finales del año 2000 el premio Colima de novela (los jurados fueron Daniel Sada, Guillermo Samperio e Ignacio Padilla) y tiene como punto de referencia a un personaje real que también se debatía entre la literatura y el periodismo: Fernando Jordán, autor de numerosos libros de viaje sobre Chihuahua y la Baja California.
Transpeninsular parece disimular una obsesión personal.
—Es una búsqueda del escritor perdido que traía uno adentro en los años de su juventud. Ese escritor se ha desvanecido o se malogró. El dilema, en el fondo, como tema recurrente en la novela, es el de la fantasía (la imaginación) contrapuesta a la información (la de los historiadores y los periodistas). Es una novela de trayecto: un recorrido bilateral por las penínsulas de Italia y de Baja California. De pronto el paisaje de Calabria o de la Sicilia se funde en las inmediaciones de Mulegé o de Comondú. Y luego ya no sabe uno dónde está. Las novelas con las que está emparentada por su semejanza temática son Nocturno hindú (un viaje a la India en busca de un amigo portugués) de Antonio Tabuchi, y El corazón de las tinieblas (Marlowe va en seguimiento de Kurtz a lo largo del río Congo) de Joseph Conrad. Yo, en Transpeninsular, voy en busca de un escritor, como me fui a Sicilia en busca de Leonardo Sciascia o de mi padre incompleto. Y en él encontré la ternura y la imagen que me hacían falta. Mi Fernando Jordán inventado es una fusión de Sciascia, escritor muerto, y de Juan Rulfo, escritor perdido en el silencio. De hecho la frase "He sido periodista. No volveré a serlo nunca", es de Kurtz, el personaje de Conrad en El corazón de las tinieblas, pero yo se la endilgo a Fernando Jordán. O más bien es una aliteración, porque lo que realmente balbucea Kurts antes de terminar de estar en este mundo es: “Estaba ensayando algún discurso en medio del sueño, o ¿era un fragmento de una frase de algún artículo periodístico? Había sido periodista, e intentaba volver a serlo.” He sentido que toda la literatura es un plagio, deliberado o inconsciente: un palimpsesto, una superposición de oralidades. El escritor que niegue que es un plagiario es un mentiroso.
—¿Sigue pensando que la literatura tiene algún sentido?
—La literatura es como las religiones: educa para la muerte. Enseña a comprender qué puede ser el corazón humano, como decía Faulkner. Enseña a conseguir una mayor calidad en tu experiencia terrenal. Enseña a vivir con un mayor grado de conciencia y a apreciar la vida con mayor emotividad. Es necesario saber narrarse a uno mismo o a la persona que uno se inventa de sí mismo, buscar y recrear tu experiencia interior, para llegar a ser uno mismo. Esa narración es tu identidad, tu yo, como dice Oliver Sacks. El ser humano tiene necesidad de contar una historia, como el marinero ruso que le escribe en una hoja a su esposa desde el submarino averiado. Yo sólo a esta edad, a los 59 años, he empezado a entender qué es la literatura. Me ha tomado más de treinta años no de trabajo, puesto que la literatura es más un placer que un trabajo, sino de reflexión llegar a vislumbrar apenas lo que es la literatura.
—¿Qué es entonces?
—Es una insinuación. Empiezo apenas ahora a entender que en la novela, por ejemplo, hay que dejar un lugar al misterio; que hay que ir dejando tirados por el camino pequeños vacíos que el lector va a rellenar con su imaginación. Le toma a uno muchos años aprender a decidir qué es lo que se pone en una novela y qué es lo que se deja afuera. No hay que escribirlo todo. Que el lector complete la obra y haga su novela. Otra cosa que empiezo a entender: que el novelista escoge los nombres de personajes y de lugares sobre todo por el sonido, como lo hace Rulfo en Pedro Páramo. La melodía de los nombres es muy intencional. Lo que importa es lo que evoca esa fonética. Por eso hablo de Tesia, un pueblo del sur de Sonora, al lado de Navojoa y la presa del Mocúzari, porque me gusta la palabra y porque me parece el nombre de una isla griega, como salida de un poema de Cavafis. Me gustó siempre cómo sonaba el nombre de Fernando Jordán, por eso lo dejé, y también porque en el nombre pervive el alma. No hubiera podido inventar uno mejor. El personaje de Jordán tiene (en ambos sentidos) un perfil muy griego. Es un vagabundo de las islas (El mar roxo de Cortés), se mete en la Baja California (El otro México) como en el corazón de las tinieblas y descubre (en Terra incognita) que las pinturas rupestres son las imágenes (los pensamientos de la noche) con que rasguñamos la caverna de nuestros sueños más ancestrales.


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